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Superar la Comedia de Faquires: ver la Cruz con otros ojos

Nuestros tiempos han cambiado. Nuestra vida está viviendo profundos cambios, tortuosos trastornos que nos han confinado en las casas y nos han motivado (las más de las veces) a asumir el encierro casi sepulcral (qué más propio para el Sábado Santo) en los hogares. Obviamente, este servidor también está en el lugar donde hemos estado pernoctando, a las afueras de Puerto Montt, lejos del lugar de trabajo, pero arraigado en el amor de nuestra familia, mi esposa y mi pequeño bebé, y en la hospitalidad de quienes nos han permitido acompañarlos en nuestra voluntaria cuarentena.

Durante este tiempo, al contrario de muchos otros amigos y colegas, no he estado muy participativo en cuanta tertulia online existe. Más que nada, es el contexto global, familiar y personal de esta crisis el que me impide realizar cursos y encuentros en las redes sociales como si nada, como si de vacaciones se tratara. No aprenderé un idioma nuevo, con mucha dificultad terminaré algún libro o esos mensajes algo motivacionales que circulan por la red.

Eso sí, y me avoco al título de esta reflexión, pude leer unas páginas del formidable y clásico texto (reeditado y corregido) de Juan Ignacio Gonzáles Faus “La Humanidad Nueva” (Sal Terrae, Santander 2016). Donde me llamó profundamente la atención algunos elementos importantes, que siguen siendo tema en el hoy de la Iglesia y en el tiempo de semana Santa en curso. Y es básicamente sobre la crucifixión, el lugar y modo de la muerte de Jesús.

Parto diciendo lo siguiente: la crucifixión es resultado de algo. Pongo “resultado” porque, a la luz del texto de Gonzáles Faus, existen dos tendencias que deben ser descubiertas, a la vez que son comunes en la pastoral, espiritualidad y reflexión cristianas, por no entender que la muerte de Jesús, muerte de cruz, fue una consecuencia de una vida de radical compromiso por el Reino de Dios, por los pobres y menospreciados que han sido invitados a un movimiento de liberación y de paz (Pikaza), de nueva vida en el ahora y en el camino a la plenitud. Todo este espíritu ha crispado a las autoridades religiosas de Israel y ha llamado la atención desconfiada de Roma. Fue primero la acción de los sacerdotes (amenazados de sus privilegios nacidos del control del culto en el templo, por cuanto aparecía ante ellos el Mesías, una realidad impensada para ellos y bastante contrarias a sus ideas/ideologías) la que terminó por asesinar a Jesús, con la mano política de Pilatos y Roma, que no quería, por enésima vez problemas con iluminados en ropaje de Mesías y de corte militante.

Volviendo al comienzo de mis divagaciones, estas tendencias nefastas en torno a la cruz nacen de una concepción de la misma como simple y asumido sacrificio; es decir, la noción de que Jesús vino a este mundo sólo para ser clavado en la cruz, para morir y nada más.

Y acá podrían llegar en fila figuras de altísima piedad, criticando las anteriores palabras que escribí injustamente, pues nunca la fe cristiana ha dejado de lado el aspecto teológico de la muerte de Jesús el Cristo, el profundo mensaje de salvación que contiene. Pero ya el evangelio según san Marcos pone en atención el suplicio de la cruz como una consecuencia dolorosa en extremo  de una vida de compromiso y polémica. Ante tan notable prueba es, al menos, más probable la discusión.

Sin embargo, al dejarnos llevar sólo por la interpretación teológica de manera “elevada”, “celestial” y desnudar la Pasión y la muerte en cruz de lo histórico (como historia de quien, por sus hechos, ha sido llevado a la cruz, a la manera de tantos hoy que, por llevar la justicia y el amor al extremo, terminan crucificados), convierten el hecho de la Pasión en una simple comedia, una flamante actuación de un hijo de Hombre que ya conoce su papel en la trama y el desenlace de toda la obra teatral, que no tiene propia conciencia de su misión y el destino consecuencial de ello (tiene el chip totalmente configurado a una función; otra forma de hablar de un monotelismo práctico, al menos).

Esta mentalidad lleva a dos consecuencias.

  • Una exacerbación de lo físico de la Pasión, de la parte más relacionada con la sangre abundantemente derramada, de la carne más desgarrada, del dolor más insufrible. Es la base de una pastoral de faquires, de gozadores del dolor, que llegan al límite de la fijación en el suplicio de la flagelación y la crucifixión. Son los que aman “La Pasión de Cristo” de Gibson, verdadero show de gore “cristiano”. Son las espiritualidades que llevan al máximo la idea del Dios ofendido en su honor (particular herencia de san Anselmo), al Dios que desea el más sanguinolento de los sacrificios, todo sea para recuperar el honor perdido (¿sabrán que existe aquello del “sacrificio incruento”? ¿Creerán en sus mentes la misma carnicería durante la celebración eucarística?). En el fondo de todo esto, es el olvido de la vida de Jesús como destino, en el amor, de quien lo da todo por todos.
  • Ya lo había mencionado antes: el olvido de la vida de entrega de Jesús de Nazaret, el transformar su vida en una antesala, en una previa-a-la-cruz. Supeditación de su existencia al baño de sangre que, para mayor desgracia, olvida el aspecto de la Resurrección. La cruz, de ser punto crítico de la liberación ofrecida por el Reino Mesiánico, se ha convertido en una inspiración para la tortura, para la autoflagelación, para el narcisismo religioso hecho dolor.

Se puede hacer algo, sin duda. Ya hay camino y hay que soñarlo. Lo fundamental es que la entrega de Jesús no puede transformarse en oscuridad sanguínea, hemorrágica. De hecho, como una vez alguien me comentó, Jesús duró muy poco en la cruz (el sufrimiento sería extremo, a la manera de los faquires pastorales, si estuviera colgado por días, con huesos rotos y putrefacción de sus heridas, entre otras horrorosas consecuencias). Pero no, objetivamente duró poco, ya que aquello de dolor y muerte que experimentó Dios hecho Hombre (“el Dios Crucificado” del maestro Moltmann), fue el “dei” (“era necesario” en griego) de su vida, como expresión de entrega, enmarcada en la historia, como cruz de sentido entre tantas cruces y crucificados de la historia (pienso en Bonhoeffer, en Romero, en Berta Cáceres…).

Fue la «consecuencia de la cruz» lo importante, lo verdaderamente fundamental, y en ella nos gloriamos, en ese Dios hecho Varón-de-Dolores (cf. Is 52, 13 – 53, 12), bastante lejos de un lejano primer motor inmóvil aristotélico, lejos de ese «monoteísmo cristiano» que camina con el deísmo de un Dios lejano a nuestras vidas, inmerso en un ensimismamiento ególatra. Por ello, exagerar la tortura hasta lo último, el dolor autoflagelante y narcisista es, dicho en lenguaje piadoso, lo que “ofende” a Dios, al tomar la vida de Jesús como una novela de final ya sabido por un principal y sangrante protagonista.

¿Misión? Reconsiderar en este tiempo y en lo que sigue el verdadero trasfondo de la cruz, devolverle su sentido como resultado de la historia liberadora de Jesús y la Buena Nueva unida en futuro y esperanza a la Resurrección, en esto tiempos de recreación comunitaria, por causa de cierto virus.

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