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Más "Diosito", por favor

He regresado de un maravilloso encuentro en Manaos, Brasil. En el corazón de la Amazonía experimentamos la vida común, la reflexión sentipensada y el poder compartir en torno a gestos espirituales, caricias del río y la historia dolorosa y esperanzada de los sometidos por la industria voraz del caucho. Hay mucho que procesar, mucho que reconocer y mucho que dejar y poner a andar en clave de novedad.

         Pero no quería hacer balances, puesto que eso lo han hecho otras y otros de manera notable. Quiero manifestar un detalle que no dejé pasar, uno minúsculo, pero altamente significativo para entender una teología realmente latinoamericana.

         Relato: en las horas finales del encuentro, participamos de una celebración de acción de gracias por los gozos y esperanzas experimentados. En medio de las oraciones de cada una y cada uno, surgió una que me hizo un click de aquellos, puesto que partió diciendo – de forma aproximada, no recuerdo bien la frase concreta, pero sí el detalle – “gracias DIOSITO por estar en este lugar…”.

          Diosito. No pude dejar de pensar en otro momento, opuesto a la oración y que ocurrió hace unos años atrás. Un profesor, en medio de su clase, nos contaba, con alta ufanidad, que cada vez que sus feligreses ocupaban el nombre Diosito, el los amonestaba (¡qué concepto tan clericalista y de iglesia de cristiandad!), señalando que a Dios se le llamaba DIOS, sin diminutivos, con el argumento que es tan grande que, empequeñecerlo, sería burlarse de su majestad, de su grandeza inconmensurable. A Dios se le respeta, de la misma manera             

          Hoy, ese cortocircuito, esos cables pelados, se han reunido y provocado estas letras. No puedo dudar de la bondad de aquel/la docente (protegeremos su identidad, por lo mismo). Sin embargo, en esa frase está la lucha entre dos visiones que son opuestas, aunque con pequeños contactos: la imagen del Dios Rey Todopoderoso, lejano y circunspecto en su trono; y la de un Dios cercano, de pies en el barro, en el suelo, sucio y desprovisto de dominio. Por un lado, el Pantokrator, por otro, el Kenótico. El que está poniendo el pie sobre cada cual, haciéndonos “estrado de sus pies” (Sal 110 [109], 1); el otro, abrazando, sanando, compartiendo, experimentando la vida de los seres humanos, sintiendo amor sin barreras y denunciando la injustica, el dolor, la desesperanza. 

          El pueblo, siempre en su sabiduría única, ha entendido mejor que la más enrevesada teología que lo que caracteriza al Dios de Jesús es la comunión, la cercanía afectuosa y llena de ternura. No se trata de un amor filosófico, metafísico, de amistad más bien intelectual, vanidosa y siempre en versión vertical. Se trata del abrazo tierno del pueblo a aquel Dios que ha fijado la mirada en ellos y se le han movido las vísceras, se ha conmovido y corre a liberarlos. Dios, si se nos obliga a darle un concepto (odiosa tarea y muchas veces insoslayable), sería el de ternura.             

          De ternura el pueblo sencillo sabe. Los diminutivos son expresión de ello, ya que logran cubrir con dulzura aquellos nombres de personas, de animales y cosas que nos rodean, forman parte de nuestra biografía, de nuestra historia. El cariño hace que lo cercano se ponga pequeñito, único, y digno de la urgencia de cuidarlo. Dios se hace, pues, abrazable, confiable (tener-fe-con) y entendemos que está atento a nosotras y nosotros, a nuestras desventuras y logros. Es como el amigo que levanta la copa (¡!), alegre por el compadre o comadre que logró su casa, su tierra, la libertad de un hijo o hija de la cárcel, preso por poderosos que siguen rezando a su portento idolátrico llamado Dios, sin más.

              Diego Irarrázaval, amigo de Diosito, refiere a esa actitud familiar de las y los sencillos: “Él es invocado como papá, y en cierto sentido también como mamá […]. Hay significativas nociones de humor, ternura, confianza. También hay reclamos e impugnaciones. Toda esta familiaridad con Dios también implica tratarlo como sufriente, y como asociado a personas agobiadas”[1]. 

          Lo último, además, es fuente de resistencia, de pararse con tierna firmeza y firme ternura en contra de las causas de las inhumanidades, del odio a lo vivo y que da vida buena (la tierra-sin-mal guaraní es un ejemplo); aunque la complicidad con los poderes que despojan la vida puede producir a una antiepifanía, como manifestación desgraciada del Dios Autoritario: “tenemos pues una sabiduría de la resistencia, y un significado del dolor como convocador de solidaridad. En otras ocasiones se legitima la existencia sacrificial del pobre, y hay complicidad en las crucifixiones de cada día”[2].

          A pesar (o a causa) de la paradoja, Diosito es protagonista, no obstante, con la fuerza que libera y que borra aquello que de falso y contradictorio hay en el Dios que permite que las y los pobres lo sean, según una voluntad interpretada al arbitrio del poder déspota. Fuerza desde lo frágil, fragilidad que abraza tiernamente: Diosito, que habita el corazón sencillo, que lo enciende y lo pone en marcha a la vida-buena.             

          Por eso, cuando usted escuche hablar a alguien con el apelativo Diosito no lo mire en menos, menos lo “amoneste” de manera “episcopal”. Quizá, en ese momento, Dios/Diosito esté ahí, esperando tu abrazo, un poco de vino, un pan y un techo para acompañarte en las luchas de tu comunidad.


 [1]  Diego Irarrázaval, Rito y pensar cristiano, CEP, Lima, 1993, pp. 151-152.   

[2]  Ibid., p. 152.   


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