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Bajar de la montaña

Si hay un texto presente en los relatos evangélicos que más me llaman la atención es el de la Transfiguración, dado su carácter cuasi celeste. Al menos, así lo había entendido yo por mucho tiempo. Esa imagen de un pulcro Jesús, brillante y rodeado de Moisés (la Torah) y Elías (las y los profetas) ha servido e inspirado las más diversas palabras, frases, comentarios. Incluso, es un famoso ícono de las iglesias orientales. 

Sin embargo, el mensaje, además de proponer el cumplimiento pleno de las promesas mesiánicas en Jesús, también sirve de llamada de atención ante la posibilidad del estar cómodas/as, de acariciar la paz de la montaña. 

Ante la fuerza de las imágenes, ante la aparición de un Jesús que, desde la historia, muestra la plenitud de toda la historia de un pueblo liberado por Dios, las palabras de pedro pueden causar algo de desconcierto: “Señor, ¡qué bien se está aquí! Si te parece, armaré tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Mt 17, 3). A pesar del portento, parece que el estar arriba, en el monte (símbolo de la epifanía, del encuentro con el Misterio) es lo mejor para seguir, digámoslo así, disfrutando de la vida de plenitud de la presencia de lo divino. Hacer carpas y quedarse en un lugar que ha sido transformado (por los discípulos) en un lugar sagrado y, por ello, útil para “desconectarse del mundo”. Cómodo y genial, ¿no?

La voz de Dios, en lo alto, declara que Jesús es su hijo (por ello, la tradición cristiana profundizó la intuición judía de un Dios-Padre), amadísimo por él, y a quien hay que escuchar (cfr. Mt 17, 5). El terror, lo inconmensurable de la situación fue demasiado. Pero “Jesús se acercó, los tocó y les dijo: ¡Levántense, no tengan miedo!” (Mt 17, 6). Cercanía, la distancia no invasiva para tocar y el llamado a ponerse de pie, sin miedo, parecen gestos tan radicales que son detallados en el relato.                 

¿Qué nos dice hoy? Que es muy fácil, es muy sencillo, incluso cuando nos paraliza el miedo, el quedarnos en nuestras carpas, en la montaña, lejos del mundo, de sus penas y alegrías, y de la posibilidad de ser luz, semilla y levadura de liberación. Las dificultades de una entrega real a los hombres y mujeres en favor de la paz, de la justicia y del buen-vivir; en el fondo, la búsqueda y el tornar la vida al amor y la ternura evangélica, tienden a generar la resignación y el activar mecanismos compensatorios que hagan más llevadero o, peor aún, que borren toda responsabilidad de las y los seguidores de Jesús por la propuesta del Reino. Es mejor quedarse en las tiendas, alabando a Dios por su cercanía, lejos del mundanal ruido.       

En buena parte de la historia de la Iglesia, y del mundo en general, existe la tendencia a evitar cualquier compromiso, cualquier acto que produzca conflicto, que genere incomodidad, incluso cuando el clamor de las y los últimos lo demande. Las pastorales siguen manteniendo su impronta de conservación, de mantenimiento de los que están dentro de las parroquias y las iglesias. Jugársela por el Evangelio, en el lenguaje de no pocos cristianos, es más que una bella expresión para realizar cosas que no incomoden al sistema, que no rocen potenciales problemas. Es, al final de cuentas, una autocomplacencia que tranquiliza la conciencia con las cosas “santas y buenas” que se realizan, las costumbres, los actos de piedad, hasta los de caridad. Son las tiendas hechas y ya habitadas, en algunas ocasiones hasta adornadas de lujo y primor, como si a Dios le importaran bellos espacios de esparcimiento para fortalecer la costumbre propia de un cristianismo cultural, de paz y dulce comodidad. Las tiendas se vuelven fortalezas, a la larga, para el ejército de las/los escogidas/os.                 

Pero Jesús, el real, el que, no obstante, aparece como Hijo del Humano, Mesías que cumple “la Ley y los profetas” aparece, toca, pide levantarse, y bajar de la montaña. El santo monte no es lugar para permanecer, sin ningún contacto con lo que está abajo, con el valle. Es menester estar entre las y los que sufren, es urgente hacer lo que Jesús pide, pues el escuchar propuesto por la voz es el escuchar y vivir la esperanza y el amor vivo que emanan de las fuentes de las Bienaventuranzas y del discurso en la montaña… Sus palabras, llenas de autoridad y plenitud de la donación reveladora de un Dios encarnado, son enunciadas desde el monte, no para ser una simple información de cómo hay que actuar en clave de Reino, sino que se deben transformar en vida que inunda la totalidad de la persona, para que estas “digan” siempre en clave performativa. 

Y para ello, es importante bajar al valle, dejar la montaña y la tentación de la comodidad de las carpas del seguir-como-estamos, de hacer lo mismo de siempre. Estar en la montaña, sin bajar, a la postre, te quita el oxígeno, la rapidez mental, las ganas de moverte con la ligereza del espíritu que vuela y que enciende el fuego de la buena noticia y la vida buena. El encierro en los espacios eclesiales o, peor aún, en las costumbres y en teologías y pastorales caducas, a la postre te deja en la anoxia espiritual. Es aire enrarecido, pesado, irrespirable, que mata lo que tiene de Buena noticia el mensaje y los actos de Jesús. 

Bajemos del monte, sin miedo, asumiendo la audacia. Jesús lo dice: levántense de sus carpas y salgan de cualquier costumbre que los encierre… No tengamos miedo en armar líos de verdad.

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