Aguantando los casi 34 grados de calor que azotaban la capital, realizaba una serie de diligencias para el hogar que hacemos junto a mi novia, además de darme unos pequeños lujos literarios, cortesía de Bibliometro. En ello, pude fijar mi atención en una actitud bastante común, que he reparado en observar (claro, de manera bastante discreta, no sea que pueda caer bajo la implacable acusación de acoso a extraños).
Varias veces me topaba con personas que, en un acto de puro frenesí, no paraban de hablar de problemas, problemas y más problemas. La casa, el pololeo, la plata (demasiado repetido), eran fuente de desgracia y de profunda rabia, de una ira profunda, tanto, que poseían un verdadero campo magnético que invitaba a alejarse de tan indignadas gentes.
Y eso era lo que me llamaba la atención profundamente: la increíble incapacidad de ver las cosas de otra manera, de pasarlas a un ámbito de optimismo, de esperanza en que todo podría salir mejor, por ayuda propia o por apoyo de lo externo. No. Era una queja, una queja insostenible, no un desahogo que ayudara a ver mejor las cosas y los avatares que se hablaban. Era más bien el lamentoso llamado de atención sin esperanza, que no busca consuelo, sino descarga contra otro que aparece, generalmente, encarnado en la presencia de un amigo, pololo, colega, etc.
Falta el optimismo, la esperanza. En un lugar tan ajetreado y competitivo como Santiago, donde todo el mundo corre (incluso cuando no es necesario), se termina tornando desagradable cualquier atisbo de problema, porque no se espera. Y al no esperarse, genera una reacción inversa a la esperanza, la des-esperanza, la des-esperación. Todo es negro, negativo; más aún: ser tiende a culpar del problema absolutamente a los demás, generando ese “aura” de desasosiego, de irritación, que impide la solución en comunidad, en clave de amor.
Muchas veces esos problemas no pertenecen al ámbito personal del pobre desesperado. Pero, independiente de si es parte de la vida de la persona o no, se tiende a culpabilizarse a sí mismo, a un autoflajelarse, pues hay un rendimiento, una positividad que hay que convertir en logros individuales. Al producirse la llegada de la situación difícil, no hay control sobre ella, a pesar que las soluciones pueden ser así de refáciles. Y esto produce un cansancio, pero no el cansancio sano de la tarea vivida en pos de una mejor vida y realización. Este cansancio, propio de una sociedad de rendimiento, “es un cansancio a solas (Alleinmümudigkeit), que aísla y divide […]. Estos cansancios son violencia, porque destruyen toda comunidad, toda cercanía, incluso el lenguaje”[1]. No hay espacio para la ternura de la misericordia y de la valoración personal en pos de mejores situaciones. Es la agresividad, el desencanto, el individualismo utilitarista que intenta volcar las angustias de la vida como un berrinche autoimpuesto, lo que parece primar.
[1] Byung-Chul Han, La Sociedad del Cansancio, Herder, Barcelona 2012, pp 72-73.