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Las Cartas

Una visita al Museo de la Memoria es un ejercicio que puede resultar duro para el corazón sensible. Un recorrido por sus intrincados espacios es una verdadera meditación acerca de la crueldad humana, del horror y la insensibilidad ante quienes piensan de manera distinta. Una meditación que no solamente abarca el pensamiento, la mera razón, sino que llega hasta la fibra más profunda de nuestras emociones, del corazón, de las vísceras, si hablamos desde una antropología semita.


Son historias que conmueven, que no solo hablan de lo nefasto de la violencia al servicio de la ocupación irregular del poder, bajo argumentos que hoy producen una mueca de asco, un rictus de ironía ante la creatividad de quienes se posesionaron del poder y cortaron de raíz un intento político-social de un gobierno que, mediante una nueva visión de la vida en sociedad, buscaba crear mejores condiciones de vida, basados en la equidad, la justicia y la participación más abierta de sectores más desposeídos de nuestra sociedad. Algo que, a juicio de quienes ejercieron el gobierno por 17 años, ameritaba una sospecha de ideas subversivas, marxistas y otros motes que repetían como una letanía del mal.


Mucho se sabe sobre el tema, y no es necesario darle mayor introducción. Lo que quiero poner a su disposición son los sentimientos que me embargan al leer un par de pequeñas cartas, escritas con caligrafía precisa, llenas de faltas de ortografía, propias de la infancia que ve nacer (hoy, podemos decir, también ve morir) el deseo de comunicar con tecnología tan antigua y venerable, la llamada escritura.


Son cartas de pequeñas, de inocentes vidas que hablaban de la vida, de sus anhelos, de sus deseos, logros y desafíos. Las buenas notas, la relación con los hermanos, los juegos… y una petición: volver a ver a quienes amaban, a quienes estaban lejos, a los papás que no estaban con ellas.


Una de ellas era enviada a un prisionero político. No sé si sobrevivió la represión, fue ejecutado o está en la dolorosa llaga nacional de quienes no han sido encontrados. Era el relato sentido de una niña que contaba tantas vivencias, las vivencias de una niña, de una hija que crecía con una pena, la de no ver a su padre, la de ver a su madre llorando en silencio la lejanía y la angustia de no saber su situación, más allá de saber que estaba preso en alguna de las irregulares prisiones que cubrían Chile.


La otra carta es aún más dolorosa. Es la de una pequeña que envía una misiva a la primera dama de la época, Lucía Hiriart, esposa del dictador. Llama la atención y desgarra la inocencia que exuda cada letra clara, escrita con atenta calidad, pidiendo a la señora tal saber por el paradero de su padre, también detenido por los aparatos de represión del régimen militar. Habla de buena conducta, de deseos puros de una hija que quiere ver a su padre preso, de saber dónde puede dejar una carta, un dibujo de talento espiritual. La respuesta roza la ironía: la estimada prometió hacer las gestiones para que la DINA pudiera darle pistas sobre su papá. Sí, la DINA, no es un mal chiste.


            «Desde lo hondo a ti grito, Yahvé: ¡Señor, escucha mi clamor!» (Sal 128 [129], 1-2). Al leer estas cartas, no dejo de pensar en la voz de los niños, los pequeños que hacen llegar su clamor puro y sin las luchas de adultos por diversas posturas de variada índole. Son pequeños que desean el vínculo con sus progenitores. Sólo buscan la verdad que nace del abrazo y el beso cariñoso del padre amado.


Ante el inocente, los oídos sordos, los corazones duros, las palabras vacías, y, por qué no decirlo, la burla cruel. Sin misericordia, sin más que argumentos que justifican más dolor, más drama, más angustias y una infancia destruida, con una vida que se vuelve anulada con quienes, años más tardes, se han transformado en defensores de los mismos inocentes que no pudieron atender, cuando la historia, la moral y los ojos del Señor tuvieron puestos sobre ellos, esperando la respuesta de quienes estaban en un amago de cruzada (¡qué terrible palabra, qué indignidad ante el crucificado, quien ha caminado fuera de armas y poderes!), que resultó ser ambición cruel y una llaga que aún sangra en quienes sólo desean abrazar a quienes aún no vuelven a cruzar el umbral de sus vidas.


Dios sale en auxilio del sufriente, de eso no hay duda; basta ver la “locura” de encarnarse para salvar, para dar dignidad, para traer un nuevo orden de cosas que traspasa tiempo y espacio. La esperanza que nos enseñan estas pequeñas es aquélla que traspasa hasta el más oscuro optimismo, la que no oculta su sufrimiento, pero que tiene certeza en algo mayor, en una respuesta que llene sus vidas de paz, de vitalidad para el movimiento, de compromiso por hacer de un mundo un lugar sin oídos sordos. Una humanidad nueva que responda ante el Otro, ante la otredad de los demás, que se hace Nosotros llenos de amor. Y todos caben en ello.


Las cartas de las chiquillas y nuestras “cartas” personales y comunitarias siguen esperando esa respuesta, para que la vida siga triunfando, para que la justicia y la paz puedan besarse (cf. Sal 85 [84], 11), en nuestra tierra aún doliente, a pesar de los años y las aguas bajo el río.

           

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