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GENEALOGÍAS INCÓMODAS: asumir con esperanza

Una sección que resulta extraña y, hasta cierto punto, tediosa del inicio del evangelio según Mateo es la genealogía de 1, 1-17. Su fundamento es teológico, antes que jurídico: desde Abraham se enlaza la historia de salvación del pueblo de Israel con la plenitud de la misma, en Jesús, hijo de María, a quién ya se le proclama Cristo (cf. Mt 1, 16); es decir se pone de manifiesto su mesianismo de tipo davídico, heredado de su padre legal, José, además de resaltar su humanidad verdadera, inserto en Israel y su historia, que lleva a su perfección y término[1]. 

 Ya se ha escrito sobre esta perícopa, los exégetas han hecho explicaciones más o menos claras con respecto al inicio de Mt. Pero llama la atención, al menos para mí y algunos autores, esta sección:

            David engendró, de la mujer de Urías, a Salomón.

Pudo pasar desapercibido a varios, pero a quienes han entrado en la historia del rey David, es bastante llamativa la frase de la mujer de Urías. Es decir, la pregunta que cabe aquí es por qué aparece esta mujer (no se nombre a ninguna, aparte de María), y que, además, es mujer de Urías. Es decir, el padre, David, tuvo un hijo, Salomón, desde la mujer de otro, Urías.

Puede leerse trivial y hasta farandulero, pero al adentrarse en la historia de David y en lo que significa el versículo anterior, se pueden obtener conclusiones insólitas y profundamente significativas para un momento de la Iglesia en que, herida y profundamente necesitada de purificación (LG 9), está invitada a mirar y ver-se en lo que llevó a esta decisión tan especial del redactor del texto mateano.


Antecedentes previos para comprender


Para establecer  de manera clara cuán incomoda puede ser la pequeña cita, es bueno remitirse al segundo libro de Samuel, donde aparecen los tres implicados en esta trama: David, Urías y su mujer, de nombre Betsabé. La historia, a diferencia de tan pequeño verso, es bastante extensa (11, 2 – 12, 23, para darle mayor contextualización).

David, rey de Israel, favorecido por YHWH, ungido[2] por Samuel, verdugo de Goliat, etc., no tuvo reparos en acostarse con una mujer casada, Betsabé, esposa de un mercenario identificado como hitita, llamado Urías. Para mayor gravedad, quedó embarazada (cf. 2S 11 2-5). Es notable el hecho de marcar la incontinencia del rey, que no dudó en consumar el adulterio cuando acababa de purificarse de sus reglas (cf. 2S 11, 4).

David cometió un acto terrible, podría haber pedido perdón y aberse responsabilizado ante Dios, el pueblo y Urías de tan bajo acto. Pero la situación escala a niveles mayores, pues David busca borrar toda presencia de responsabilidad. Busca, mediante estrategias, que Urías pueda tener intimidad con Betsabé, su mujer, y borrar toda señal de crimen.

  • Lo envía a casa, para que pueda descansar (lavar sus pies, 2S 11, 8), con regalos suyos, con el fin de que pueda comer, beber… y acostarse con su mujer, para hacer pasar al hijo que venía como fruto de esa confusa y apasionada situación (2S 11, 11 revela, en boca del mismo Urías, las intenciones de David), lo que hubiese significado una violación de la norma de pureza ritual (continencia sexual durante una campaña militar, cf. 1 S 21, 6).
  • Después David lo invita a comer y emborracharse, seguramente con el mismo fin anterior (cf. 2S 11, 12-13).

Es curioso lo siguiente: Urías, el mercenario que no era parte del pueblo israelita y que no practicaba su fe, resultó ser el más virtuoso, quien cumplía a cabalidad sus compromisos y respetaba los votos que como soldado debía mantener (la norma de pureza que ya se ha mencionado). La respuesta de Urías  de 2S 11, 11 es potente: ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal! remata el conjunto.

David, que fue tomado por YHWH para regir los destinos de su pueblo escogido (El Ungido/Mesías de YHWH), va cayendo más y más bajo, utilizando el engaño como herramienta. Él, el israelita, va urdiendo más oscuras acciones, con tal de tapar la falta, el pecado cometido. No hay que darse cuenta la situación en la que David se sostenía para acometer tales acciones, más aún la última, desdeñable a más no poder. La mencionaremos después, a pesar de que ésta puede intuirse.

Ya acabadas las estrategias, David termina por usar el recurso más terrible: ordena enviar a Urías al lugar de mayor fragor de la batalla, en donde, como debía suponerse debido a lo anterior, murió (cf 2S 11, 14-17). No sólo la carta lo ponía en confabulación con su general, Joab, sino que, además, urdieron una manera de poder comunicarse las consecuencias de sus intrigas (2S 11, 18-25).

Claro, las acciones de David, el cual en un semibreve relato actúa como adúltero, engañador, hacedor de entuertos; en el fondo, un ser humano que usó recursos para lograr su cometido de manera maquiavélica (qué mejor concepto para lo que después se reflexionará), no podía quedar de manera impune. […] Aquella acción había hecho desagrado a YHWH (2S 11, 27), y sería por medio de Natán que el desenlace adquiere ribetes de dramatismo.

El capítulo siguiente relata con viva fuerza lo anterior, el arrepentimiento dolido de David y las consecuencias de todo lo ya comentado, pero no es el tema de estas disquisiciones, sino la relación que tiene con la genealogía de Mt 1. En el fondo, la pregunta es qué sentido tiene que aparezca lo anterior en el texto que habla de la descendencia humana de Jesús, nacido de mujer, bajo la ley (cf. Gal 4, 4).


El poder, el pecado, el recuerdo


Mt parte con una genealogía que va en dirección a Jesús, el Cristo. Es entonces que Aquél que era en todo semejante a los seres humanos, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15) posee una descendencia que pasa por la figura del rey David, pero que concibe a su vástago a partir de un acto impropio, un acto que se supone incómodo de recordar, de mencionar, de considerar para la genealogía del mismo Mesías. Aun así, está y es parte del texto inspirado, es parte de la historia misma de Cristo, a los ojos del redactor mateano.


Es fundamental tener claro lo anterior, en estos cuatro puntos:

  • David, como autoridad nacional, posee poder y puede realizar aquello que considere menester realizar; incluso puede acometer sus más oscuros caprichos y deseos.
  • Se trata de una autoridad que ha sido investida por el mismísimo YHWH, en la mediación de Samuel, que la tradición posterior pondrá a la altura de los profetas de Israel (Así lo establece Eclo 46, 13-20, que señala su función profética al establecer la monarquía mediante el signo de la unción, al vivir en fidelidad a YHWH y por la certeza de sus oráculos, que dio incluso después de morir).
  • Al ser ungido como rey se confirma el favor de Dios sobre él, incluso le promete “una casa”, afirmar su descendencia y no apartarse, proclamándose como Padre de esa dinastía y asegurando que estará con ella para siempre. La perícopa de 2S 7 muestra a David agradeciendo, recordando la historia salvífica de YHWH a favor de Israel, que cumple la promesa establecida por la Alianza, expulsando de delante de este pueblo a naciones y dioses extraños (cf. 2S 7, 23). David le pide mantener esa promesa especial con él y su descendencia, y resalta que las palabras de Dios son verdaderas, y alaba su nombre (su fundamento radical ontológico, esto en clave semítica).

 

Este favor de Dios implica exigencias éticas, acorde a la mención implícita de la Alianza y al cumplimiento de la promesa. Estas mismas exigencias, por el lado de David (y en varios de los descendientes del mismo) no son cumplidas. Es más, comete un pecado gravísimo, tanto personal como social: la infidelidad. Israel. El pueblo, el mismo David han caído en este pecado, violación de la alianza. Décadas después, Oseas hablará de la infidelidad de las autoridades civiles y religiosas en clave de adulterio (Cf. Os 2, 25 – 3, 5).

Y esta infidelidad surge como abuso de una posición privilegiada de poder, a partir de su cargo de rey, de autoridad. Este privilegio favorece cada movimiento que busca finalizar con la consumación de su deseo. En un contexto diferente, Jesús menciona las acciones de reyes y príncipes, de manera clara y sencilla:

Saben que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder (Mt 10, 25).

Es más que claro que Jesús conoce esta realidad, así como el redactor final de Mt. No cabe duda que el ejercicio del poder es riesgoso, si no se asume la posición de gobierno como una vocación de servicio a los demás: No ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor, y el que quiera llegar a ser el primero entre ustedes, será su esclavo (Mt 20, 26s).

Ésta es la propuesta de Jesús, pero no sólo parte de un hecho puntual, sino que es una consecuencia de una realidad histórica del pueblo de Israel y sus reyes y autoridades: la posibilidad de usar su poder para acometer delitos, infidelidades, para alejarse él y el pueblo de la fidelidad a YHWH y a la Alianza. Esto será capital para entender posteriormente la autoridad real y la autoridad en general, llegando al momento y cita antes nombrados.

Entonces, como discurso teológico y ético, es importante considerar dentro de la historia de salvación este momento y acción oscuros, como tantos que aparecen a lo largo de la Biblia.

Y este es el punto central: Mt 1, 6 menciona el origen de Salomón, hijo de David (infidelidad y todas las artimañas antes descritas), sin ningún ocultamiento, sin tapar por vergüenza aquel suceso sólo por referirse al ungido David y su estirpe, de quien desciende Jesús, el hijo de María. Dentro de la historia humana del Nazareno existe el pecado, existe el dolor del error cometido, de la herida que las acciones que van en contra de Dios, del ser humano y de sí mismo genera. Y esto procede no de cualquier persona, sino de un ungido, cuya vocación es servir a YHWH y al pueblo desde el trono real, en clave de fidelidad a las exigencias de la Alianza. 

La responsabilidad profunda de los actos cometidos por quienes están insertos de manera protagónica en la vida e historia de Israel no deben ser ocultados bajo un halo de falsa santidad, de pietismo exagerado, de perfección que no es tal. Las luces y las sombras son parte integral y no divisiva de la historia salvífica y de la misma historia de la Iglesia.


Luz para nuestras sombras


El recuerdo de una historia incómoda no debiese ser motivo de vergüenza. Claro, no es tan fácil decirlo, es precisamente la actitud contraria la más común a la hora de ponernos frente a acciones o palabras incómodas en las historias personales. También en las historias sociales, las historias en comunidad, y la Iglesia no está al margen de ello. Pareciera más aún una actitud de una sociedad que pretende mostrarse perfecta ante el mundo, bajo argumentos de ser “fundada” por Jesucristo y depositaria de su mensaje. Y ante la imperfección de sus miembros ha tomado decisiones erradas que han sido, en sus funestas consecuencias, motivo de escándalos suficientes para colgarse unas cuantas piedras en el cuello y hundirse en el mar más profundo (cf. Mt 18, 6-7).

Los casos de abusos sexuales contra menores y adultos, realizados por miembros del clero y algunos laicos, y las acciones posteriores de la jerarquía eclesiástica hablan de ese afán de tapar, de ocultar lo oscuro, de dejarlo pasar, dilatar soluciones y diluirlas con el tiempo.

Razones hay, y varias. La distorsión mundana de la dignidad de quienes tienen cargos de responsabilidad (el poder fuera del ámbito del servicio, sino del poder como autoritarismo sagrado y separado del resto, a quienes se domina como señores de este mundo), la protección enfermiza de una santidad eclesial que es más bien una especie de pureza cátara, dualista, que niega, en el fondo, la humanidad y la necesidad de la misma de purificación y conversión; la negación de la capacidad crítica dentro de la Iglesia, bajo la fe y en espíritu eclesial, como el escuchar desde fuera el lenguaje de los tiempos.

Mt propone, ese sentido, una crítica desde dentro, una crítica no destructiva, sino fundada en el Espíritu (no en vano está en el texto del evangelio, palabra reconocida como inspirada), una crítica que debe ser una entrada y un camino de reconocimiento de la historia más funesta de los creyentes cristianos, la de los pecados de sus miembros a lo largo de la historia, y desde la misma fuente evangélica. El origen de Jesús está hermanado con la humanidad, y el recordatorio davídico de su acción poco santa es muestra inefable de ese compromiso de la Iglesia de los comienzos, que preservó el texto sagrado hebreo (sin tijeretazos por conveniencia purista) con la infidelidad de David… Y no dudó en considerar la acción de engendramiento del descendiente de Jesús, figura base del mesianismo real, a pesar de lo oscuro y perturbador que puede significar una descendencia tan, por decirlo de manera suave, cuestionable.

Tener presente el pecado de David, rey y autoridad, debe ser un recordatorio de la dimensión del mal dentro de la misma Iglesia, de sus oscuridades a las que han contribuido desde papas hasta el último cristiano, pero que no merman el mensaje profundo y liberador de quien, paradojalmente, posee una descendencia bajo sombras de la historia humana más profunda. Sería bueno considerar las palabras sencillas, pero claras del provincial de los jesuitas del sur de Alemania, Alfons Klein, en el funeral de Karl Rahner sj: “[La Iglesia es] camino hacia Dios, medio, instancia provisional y pasajera, cuya tarea y justificación consiste en la finalidad que Dios le ha señalado: hacer espacio a Dios y actualizar para los hombres su amor y misericordia, servir a los hombres en su camino por esta vida hacia Dios.”[3].

Recordar el pecado de David es, también, un viento de esperanza, pues este grave hecho no se convirtió en la vida del monarca en su fin, sino en la manifestación del amor de YHWH, que perdona su vida y le lleva a una conversión (el dramatismo del arrepentimiento y conversión en el salmo 51 [50] es tema para otra oportunidad), de manera consciente y libre. Sin cooptación, sino bajo la interpelación de Dios, por medio de Natán. Y esa interpelación libre, que exige una respuesta radical, es la que se pide hoy a la Iglesia, la que se nos pide a quienes somos miembros de ella. Definiciones al lado de Jesús, el Evangelio y el Reino, sin temores. […] El mismo relato del pecado del rey David desemboca en su conversión, en la que David vuelve a ser lo que era, al experimentar el reproche del profeta y la misericordia de su Señor (1 R 12)[4]. 

Porque, si a la Iglesia, siendo camino hacia Dios, medio, instancia provisional y pasajera, aun así ni las puertas del abismo podrán vencerla (cf. Mt 16, 18), entonces ¿qué puede temer ante la crítica sana, en clave evangélica? No fueron los peores tiempos de la Iglesia los movimientos reformistas, sea cual sea el nivel de agitación. De hecho, sus peores épocas fueron aquellas […] en las que ya nadie se atrevía a oponer una crítica eficaz a la corrupción […] o se intentó ridiculizar [!] con ligereza críticas que estaban hechas con seriedad […][5].

La crítica nace del amor a Jesús y a la Iglesia, no para destruirla ni para sembrar desesperanza. David está en la genealogía, es un signo de la esperanza que da el perdón, del deseo de conversión sincero, serio, tal cual lo experimentó el mismo David, al reconocer su error y las consecuencias macabras de éste. En palabras de Heinrich Fries, no se debe convertir el sufrimiento a causa de la Iglesia en el único tema y olvidar los aspectos alentadores[6].

Y es tremendamente alentador, para este tiempo complicado de crisis, ver que la historia de David, de error y conversión, es también parte de la historia del Salvador, del Liberador. La clave importante es, no obstante, reconocerla, asumirla, y partir de ese plano para cualquier cambio sincero, verdadero, desde la óptica del Evangelio.



   

[1] Cf. Duquoc, C., Cristología. Ensayo Dogmático sobre Jesús de Nazaret, el Mesías, Sígueme, Salamanca 1981, p 33-35   

[2] No olvidar que ungido, en hebreo, es Mashiah, castellanizado como Mesías. En griego se traduce como Khristós, Cristo en castellano.

[3] En Gonzáles Faus, J. I., La Libertad de Palabra en la Iglesia y en la Teología. Antología Comentada, Sal Terrae, Santander 1985, p 127.

[4] Carola, J. sj, Rotsaert, M. sj, Tenace, M. y Yáñez, H. J. sj, “Reflexión teológico-moral sobre la realidad de los abusos sexuales contra menores en la Iglesia Católica”, en Scicluna, C. J., Zollner, H., Ayotte, D.J. (eds.), Abuso Sexual contra Menores en la Iglesia. Hacia la Curación y la Renovación, Sal Terrae, Santander 2012, p 166.

[5] Koch, A., “Kritik an Der Kirche”, en Gonzáles Faus, J. I., La Libertad de… p 122.

[6] Fries, H., Todavía es posible la Esperanza, Sígueme, Salamanca 1995, p 75.

   

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