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Espiritualidad en el suelo

        No, no se espante. No se trata de una lamentable constatación de hechos o de un diagnóstico cargado de pesimismo, seguramente dado por alguna agencia relacionada con alguna confesión religiosa. Se trata, más bien, de un principio que debiese ser tomado en cuenta a la hora de hablar de la espiritualidad.

                El suelo no es un lugar negativo, para empezar. Es el punto donde se ancla nuestra vida, donde nuestro quehacer cotidiano se vive de manera clara. Sin perder la vista en nuestra capacidad de establecer un camino hacia el encuentro con el Misterio, es, empero, precisamente este aspecto el que invita a vivir una espiritualidad sana y conectada con la tierra, con la gente, con los problemas y desafíos de la vida personal y comunitaria.

                No se trata, pues, de negar el mundo y sus cosas por un instante de desvinculación con la realidad, satisfaciendo, más bien, el ego espiritual y a la carta de una espiritualidad neoliberal. No es fácil, de hecho, una espiritualidad honesta, pues tiende a confundirse con una especie de fuga mundi, curiosamente desde la comodidad del hogar.

            Recuerdo una charla – de las varias en que he participado en el Espacio Popular de Exploración Cristiana, EPEC – en donde una expositora, llena de años (quizá más de 80) y de la sabiduría que caracteriza a quienes llevan décadas cruzando los espacios de la existencia, exponía sobre las características primordiales de la espiritualidad ignaciana. Al dar una serie de caracterizaciones acerca de la misma, comentó lo fundamental que es para ésta estar enraizada profundamente en el Espíritu. Suena a Perogrullo quizá, una espiritualidad debe estar presente lo espiritual.

                   Pero vino el momento fuerte y preclaro de esa charla, al mencionar una situación bastante particular. En griego, Espíritu se traduce como pneuma, de donde viene el concepto pneumático o, en forma más castellanizada, neumático. Contaba que esa es la razón de que la parte del auto donde están las ruedas infladas, llenas de aire, se llama neumático.

       En ese instante viene el golpe: el neumático, efectivamente, está repleto de aire. Pero, para que realiza de forma eficaz su labor, para que el automóvil, bicicleta, moto o incluso la humilde carretilla de mano puedan moverse, necesita este neumático tocar el piso, estar en tierra. No sirve, por ende, que se mantenga flotando, como un globo aerostático. Debe permanecer en el suelo.

            De esa misma manera, la espiritualidad honesta, auténtica, debe tener, en palabras simples, «los pies en la tierra». Un verdadero camino de encuentro íntimo, intenso con el Misterio debe estar, no obstante, anclado en las realidades terrestres, en la cotidianeidad, con ese día a día de luces y sombras, de esperanza y de injusticias por vencer en amor eficaz.

                 Si una espiritualidad está desprovista del contacto con los demás, con sus realidades, con sus alegrías y esperanzas, dolores y sombras (cf. GS 1), simplemente se distorsiona y se vuelve un ego interiorista, individualista en extremo. Es, sencillamente, vivir en las nubes del yo, del ensimismamiento egocéntrico, devenido egolatría. Un disociarse de la realidad que está emparentado, sin duda, con la mantención del orden imperante. Ellas y ellos aparecen como personas de un saber superior iluminado, que les permite estar por sobre el resto de la población y no sentirse inquietados ante las injusticias sociales en curso. Como dice Xabier Pikaza, «son pobres de los pobres»[1]. No se trata de una espiritualidad auténtica: es acomodo al sistema disfrazado de falsa teología mística.

                 Pero, y volviendo al relato central, hay un detalle en la alegoría de la rueda con aire que también es significativo. El aire y el suelo tienen una separación. El aire no está directamente en contacto con el suelo, sería un espectáculo extraño, por decirlo menos. Pero esa separación, más o menos leve, ofrece otra pista con respecto a una verdadera espiritualidad de pies en tierra: 

  • Esa separación es esa distancia necesaria para reconocernos, para mirarnos. Es la exterioridad que transforma ese Misterio en interpelación para mi existencia, que cuestiona y anhela un posible encuentro frontal, en clave de llamada, de vocación realmente humana.

     
  • Esa no-separación, la distancia del encuentro, también tiene un correlato ético, como respuesta al otro que aparece en frente, como una revelación que exige una respuesta. Una espiritualidad de la liberación, que considera la cotidianeidad como espacio de diálogo con el Misterio y de lucha con las concreciones del misterio del Sinsentido (el mal) debe ponerse de frente y también permitir la lateralidad; es decir, que ese ejercicio de mutuo re-conocimiento sea también la posibilidad de que el otro pueda caminar hacia su plena realización, su total humanización[2].

                    Bajo estos lineamientos, no cabe más que el hecho de hacer que la espiritualidad en la que nos aboquemos con honestidad y seriedad debe tener ese elemento primordial de conexión con la realidad, con el mundo de cada día. Presumir de olvidar la realidad, de despreciarla a más no poder, con indiferencia, con contorsiones egocéntricas del cuerpo y el espíritu sólo llevaran a la reafirmación de la mezquindad con los otros, a convertirse en un puro aire que, al no estar en contacto con el pavimento, sólo se diluye en nada. Ni eso, ni inflar la rueda en exceso y, ni mucho menos, dejar la rueda sin un gramo de oxígeno nos van a permitir un crecimiento de nuestra espiritualidad y de nuestra humanidad plena.

                    Sólo en el suelo podemos contactar al Misterio que nos envuelve, nos oxigena y nos lleva a insospechados caminos de autenticidad humana.


   [1]         Pikaza, X., El fenómeno religioso, Trotta, Madrid 1999, 421. Para una panorámica general del esoterismo y algunas derivaciones, cf., Ibid., 400-421.

   [2]         Cf. Han, B., La salvación de lo bello, Herder, Barcelona 20129, 77-87   


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