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Epifanía

No será una crítica en son de desafío para nuestra vida de seguidores del Nazareno, ni una exposición a partir de argumentos provenientes de la reflexión teológica. O sí, porque, como he mencionado varias veces, la Teología no es patrimonio de intelectuales encerrados en las facultades, sino que es un tesoro que se piensa y vive en los espacios más increíbles (increíbles para los sabios/científicos, obvio, para bien o mal), como es en medio de los pobres, los humildes, los sencillos.

¿Por qué digo que sí? Porque en mi condición de niño, hace muchos años tuve una experiencia fortísima en cuanto a la presencia de Dios. No como una esplendorosa aparición llena de luces y centellas, de coros angélicos e himnos en lenguas extrañas. Esta experiencia la veo hoy, en mi lugar de teólogo, como una confirmación de aquello que el mismo Rabbi manifestara, en su imagen del Juicio Final de Mt 25, 31-46. Pero después redundaré más en ello. Ahora, la historia.

Finales de la década de los 90. Era un niño y vivía con la familia en Concepción, y con escasa frecuencia salíamos de paseo en el Peugeot 404 del viejo, un vehículo de última generación, claro que en el lejano año del Señor de 1971.           

Un domingo de aquellos partimos de paseo, a temprana hora, a los sectores rurales de la zona, más específicamente a Florida, ciudad importante de la ruralidad de la provincia de Concepción. Con un almuerzo de regimiento y aprovechando el fresco, se buscó una forma de relajarse y de vivir un día más familiar, en contacto con lo verde que, en esos años, no era patrimonio de los pinos y de los eucaliptus que hoy causan estragos en la región.

Ya se acercaba la hora de almuerzo y estábamos llegando a Florida. Por ello, y para impedir un motín por hambre, se decidió compartir los alimentos y, aprovechando, unirse al paisaje campestre de la entrada al pueblo. Sería una comida de pueblo: tomates picados, pollo asado, pan hallulla y francés. No recuerdo bebestible alguno, seguramente era una bebida o un jugo.

Y, en el momento más inesperado, mientras engullíamos con fuerza nuestro popular almuerzo, apareció.

No me pregunten de donde vino, de dónde apareció. Ninguno de los comensales estaba atento a los peatones de la ruta, más aún cuando era una berma la única conexión entre nosotros y un probable ser humano. No era posible que alguien se acercara sin que lo notáramos. Pero ahí estaba.

Un hombre de años, camisa gris, pantalón de tela negro, un sombrero huaso, rostro curtido por la edad, imberbe, y que en su ser manifestaba la grandeza, la paz y la bondad, sin palabras, pues era mudo. Pero en su mudez dijo más y su lenguaje era algo que se revelaba más allá de lo temporal y del espacio en que nos encontrábamos.

Silencio. La elocuencia sin palabras de su presencia nos había quitado las palabras de la boca. Sin embargo no era una compañía incómoda, sino todo lo contrario. Con naturalidad y sencillez se plantó en medio de nosotros. Nosotros, imbuidos de ese silencio, lo invitamos a nuestro sencillo compartir.

Junto a nosotros, ante ese ser humano que nos era tan familiar y sorprendente, comimos nuestros panes con tomate y pollo. Bebimos la bebida, jugo o lo que hayamos llevado. Todo ese rito de solidaridad, de profunda comensalidad, lo estábamos viviendo en absoluto silencio, presas del asombro, asombro que, insisto, no nacía del temor o la incomodidad. Era la paz, era algo extremadamente agradable.

Terminado nuestro almuerzo, y con un gesto de sincero agradecimiento, aquel hombre de campo volvió los pasos por el camino rural, en cuyo rincón ubicamos nuestro improvisado comedor al aire libre. En un camino largo, sin casas laterales, nuestro amigo continuó su ruta. O así, al menos, pensamos.

Después de tan impactante momento, nuestras humanidades empezaban nuevamente a reaccionar. Del silencio del asombro, a las palabras de asombro. Y, en un acto que surgió casi de manera natural, al par de minutos de habernos abandonado y saltando como impulsados por un resorte, mi hermano y mi viejo siguieron el camino trazado por el anciano. Sorpresa: nada, hasta donde se perdía la vista en aquel camino. El viejo no estaba en ningún lado.  Sólo el viento vespertino, el sonido de alguna ave. Y nuestro silencio.

Con ese mismo silencio, subimos al cacharro, y seguimos ruta no recuerdo adónde. Sólo recuerdo que una frase salió de la boca de uno de nosotros, mi viejo o mi hermano. Después de eso, no se habló en buen tiempo de la vivencia que habíamos experimentado.

 “Dios estaba con nosotros”. Ésa fue la frase, aproximada.



Porque tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era forastero, y me acogieron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la cárcel, y acudieron a mí…” (Mt 25, 35-36). El Dios de Jesucristo pasa en medio de nosotros, con caras y vidas que no sospechamos. En el rostro del otro, en especial del que sufre, se manifiesta la radical alteridad de Dios, que no permanece indiferente ante la vida de cada ser humano.

Su presencia va más allá de los muros de las Iglesias, de algún rito que corre el riesgo de perder la sacramentalidad propia, para transformarse en vacío y en un sinsentido. El Verbo que habla desde lo inconmensurable, que nos pone en guardia, que se nos manifiesta cara a cara, que nos hace callar y, a la vez, movernos como respuesta de toda nuestra integridad humana; el Dios que se revela, lo hace de maneras que nunca podremos, muchas veces, encerrar en nuestros castillos conceptuales.

Ese día vimos a Jesús en el rostro de pobre, del hombre y mujer sencillo de nuestra tierra. Lo vimos en una dimensión y presencia que no se borra. Aquel anciano no podía ser más que el Nazareno, pues, independiente de lo loco que fue su aparición y desaparición de nuestras vistas, sentimos en esa mudez sencilla, en esa efigie de hombre de ruda vida campesina, una paz, una tranquilidad, una comensalidad verdaderamente eucarística. La comida y la bebida adquirieron un significado de encuentro profundo, de una respuesta basada en la alteridad. Un misterio que, al menos en esos instantes, era respondido con el solemne silencio que aprecia, que admira, que contempla y es movido a los actos totales, al movimiento de nuestra total humanidad.

Sí, era Dios. De eso no tengo la menor duda. Y agradezco que su presencia no haya sido para nuestra familia bajo rimbombancias ceremoniales, ni profundas y solemnes cátedras.

Agradezco que haya sido en la sencillez del lenguaje del amor verdadero, de la solidaridad, de la vida hecha pan compartido y vino de mesa, como se canta en el momento de las ofrendas, en la misa. Que halla sido en la cotidianeidad de la vida, en la paz del campo, y en medio del más sencillo de los alimentos que una familia se podía prodigar en su pobreza.

Lejos, la más bella y radical epifanía del Hijo del Hombre.

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