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El Vaso Medio Lleno

Litros de tinta, kilómetros de papel, miles de bites de información se almacenan y han fluido con respecto a la crisis de la Iglesia. Mucha desazón, decepción y unas incipientes ganas de mejorarlo todo, de renovar, de revolucionar se apoderan de no pocos fieles. Necesaria es la reforma, mucho se debe hacer, mucho se debe trabajar y todo lo que debe ser cambiado debe ser reemplazado sin demora.


No obstante, persiste un cierto aura de pesimismo, que fácilmente puede ser tapado con frases con conceptos como “esperanza”, “revolución”, “laicado”, etc.


Si bien es positivo constatar la madurez de los miembros de la Iglesia, quienes han tomado conciencia de su importante función dentro de ella, persiste la desesperanza, cierta nube que se ubica en las cabezas de quienes están “en las patas de los caballo”, en pastorales, parroquias, movimientos, comunidades. No es posible pensar en positivo, y al parecer, el acicate a todo cambio parece ser una urgente desesperación desde el fondo del corazón-leb.


Entonces, qué creer y vivir en este tiempo es la pregunta que aparece en el aire. La reforma de nuestra Iglesia (una acción que siempre debe estar presente dentro de la comunidad eclesial, extraído de la acertada reflexión de las Iglesias reformadas: Ecclesia semper Reformanda) debe basarse en lo más genuino y verdadero que hemos recibido; esto es, el Evangelio que da la vida, que pone en el centro de la vida a Jesús de Nazaret, Hijo del Dios vivo (cf. Mc, 1, 1: Mt 16, 16).


Para reflexionar de manera positiva sobre las soluciones y el camino a seguir para sanar y ponernos en marcha, curiosamente quiero hablar sobre la idea del fracaso. Esto, como antídoto a una doble visión problemática:


  • una, arraigada aún en el triunfalismo de la Iglesia como “sociedad perfecta”, que hace la vista ciega ante esta asociación, criticando a quienes denuncian esto y culpando a la falta de respeto a “tradiciones” (= costumbres pastorales de antaño), cargada esta pseudodenuncia a una nostalgia por épocas gloriosas de visiones más monárquicas, jerárquicas y clericalistas del cristianismo católico.
  • Otra, con una desesperanza que se llena de una “militancia cristiana” (parecida a la visión de miles Christi del tradicionalismo), activismo que cae, muchas veces, en un pelagianismo pastoral, que pretende reformar todo con la fuerza de la razón y la acción, ignorando o secundarizando la acción del Dios de la Vida y del pueblo.


En ambas actitudes se observa una especie de pelagianismo, algo que el papa Francisco ha denunciado con fuerza en Gaudete et Exsultate; es decir, esa actitud que elimina la confianza en el Nazareno y la cambia por una extrema confianza en las propias capacidades. En ambos casos la fe se vuelve una carta de militancia, en donde más valen los actos, antes que la esperanza y la confianza plena en la acción de Dios.

«Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la gracia de Dios con discursos edulcorados “en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico” […]En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento» (GE 49-50).


Con esto, no quiero negar la labor insoslayablemente valiosa de quienes, con valor y entereza, han denunciado los males de una Iglesia clericalista, encubridora y abusadora. El problema parte por colocar la centralidad en las acciones propias, en vez de la voz y la persona de Jesús, el Cristo.


Pero, más arriba, hablé sobre cómo entender esto en clave de un fracaso, un fracaso que debe ser totalmente fecundo para retomar el camino. Un fracaso que puede tomarse desde la falta de éxito hasta la detención brutal, ya sea en la continuidad y en las posibilidades futuras de una vida fiel a sus motivos de existencia y acción[1]. 


Y desde esa impronta, aparece san Pablo con una declaración que, tomada desde una perspectiva u otra, puede cambiar la forma de ver: «más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza» (Rm 5, 3s).


¿Son las penurias las que deben ser cubiertas por la esperanza, es el fracaso el que hay que revestir de optimismo, para lograr salir adelante, bajo el amor de Dios Trino? Sí, pero entendiendo el texto desde la direccionalidad estricta de los factores, es la angustia del fracaso lo que alimenta la esperanza. En palabras de Ives Congar, «los que no saben sufrir tampoco saben esperar. Los hombres demasiado apresurados, que quieren alcanzar inmediatamente el objeto de su deseo, tampoco saben. El sembrador paciente, que confía su semilla a la tierra y al sol, es el hombre de la esperanza»[2]. 

 

No se trata, pues, de una especie de masoquismo ni un optimismo vacío, sino una conciencia que la fuerza de Dios actúa y habla en la historia, en la vida humana y en la de su Iglesia. El sufrimiento de la Iglesia, de sus miembros y, en especial, de quienes fueron abusados es un camino de dolor, de sangrante esperanza que verá la resurrección, que se llenará de vida nueva en el hoy de la vida vivida. 


Dios no es indiferente al fracaso, al dolor que vive cada persona y la Iglesia en particular. Dios se encarna y se hace uno como nosotros, y como nosotros vive con radical crudeza el fracaso, la muerte, el dolor más intenso. Es un Dios crucificado[3], pues si creemos firmemente en que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre[4], no es muy complicado pensar en la cruz como lugar de la mayor paradoja, la más grande contradicción, madre de otra más grande: el Dios omnipotente pensado por el judaísmo se ha encarnado en Jesús el Cristo, quien ha muerto verdaderamente en la cruz. En la debilidad más absoluta, en el abandono más radical, en el fracaso más estrepitoso, es donde aparece el poder de Dios; es más, ése es el poder de Dios. «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2Co 12, 9) es un principio que no sólo es una palabra dada por Dios, sino también una base para una verdadera ética de la esperanza, no basada en la resignación vacía, ni en una desesperación que refleja la anti-fe. 


Esa manera de ver y actuar, que se dimensiona como una teología, no queda en la muerte como epítome, sino que es precisamente la muerte el lugar donde la promesa se hace patente, donde el poder de Dios es mayor a cualquier fracaso: la resurrección es una victoria, absoluta porque asumió el camino radicalmente negativo, para transformarlo en uno totalmente positivo, que aplaca el dolor, la muerte, el pecado, el fracaso. Dice Congar: «La Pascua es, indisolublemente, cruz y resurrección, muerte y vida, herida y salvación, fracaso y victoria. […]Cristo remonta este fracaso asumiéndolo. En su muerte se oculta el principio de su victoria»[5].


No es una manera de dejar todo bajo un manto de sumisión, de una resignación enferma[6] que hace olvidar que somos reyes (somos bautizados y ungidos como sacerdotes, profetas y reyes), y como tales, tenemos la fuerza de cambiar el mundo, bajo esa realeza que no es de este mundo (colocar a Jesús coronas doradas o ropas del medioevo imperial destruyen esa manera de ejercer la realeza propia de Él), dada por la fe absoluta en que el futuro es un hoy que se hace presente, con una seguridad en el todavía-no que es esperanza ante la debilidad, la fragilidad propia del ser humano, que no permite del todo eliminar el mal y el sufrimiento imperante[7]. Sólo así, con la sonrisa puesta en el corazón-leb, podemos ser creíbles como seguidores del Nazareno, pues, como señala Freddy Parra, “ser cristiano es tener esperanza […]; De hecho, en diversos pasajes del Nuevo Testamento se establece una equivalencia entre ‘fe’ y ‘esperanza’ (Hb 10, 22-23; 1P 3, 15; 1Tes 4, 13)”[8]


La sociedad del rendimiento (Byung-Chul Han) no acepta y rechaza el fracaso, por no cumplir con las metas y la positividad propia del orden de cosas imperantes. La competencia vuelve al ser humano un corredor a contratiempo, que culpa de su fracaso a sí mismo, por no lograr la inmanencia que se ha puesto como ídolo. Pero, a pesar de lo pesimista que puede sonar, esto es remediable, no hay una metafísica de por medio que sea un sustento de este orden de cosas. Es por ello que es luminoso y potente saber que la gracia y el amor de Dios actúen como una «dialéctica del fracaso victorioso», que no produce resignación sino la esperanza que mueve la vida y la acción, lejos de cualquier activismo y que no pierde su carácter de denuncia. Más bien, es un canto de victoria profundo y el signo visible de la presencia de Dios en y por medio de su pueblo.

 


   



[1]          Cf. Congar, Y., “Visión Cristiana del Fracaso. Meditación Teológica sobre la Sabiduría de la Cruz”, en Lacroix, J. (Dir.), Los Hombres ante el Fracaso, Herder, Barcelona 1970, p 148.

   

[2]          Ibid., pp 148-149.

   

[3]          Como el título del importante texto de Jürgen Moltmann, El Dios Crucificado, el cual tomaremos más adelante para alguna reflexión.

   

[4]          A la luz de las confesiones de fe nicena y constantinopolitana, cf. DH 125 y150.

   

[5]          Congar, Y., “Visión…, p 151.

   

[6]          Cf. Congar, Y., “Visión…, p 153. 

   

[7]          Cf. Parra, F., Esperanza en la Historia. Visión Cristiana del Tiempo, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile 2011, p 261

   

[8]          Parra, F., Esperanza…, p 160.

   

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