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El mal y el lugar del Dios de Jesús

                Mientras transcurre este día, se me vienen a la mente reflexiones que ya llevo hace un tiempo sobre el misterio del mal. Quizá puede sonar a cierta afectación introducirme a la problemática que diversos filósofos y teólogos se ha formulado durante siglos, incluso milenios. No obstante, nunca puede pasar de moda el encuentro frontal que cada uno da nosotras y nosotros tenemos ante lo que consideramos absurdo, contrario a nuestro deseo, a nuestros anhelos de una vida feliz.                 

                    A pesar de la necesidad de sentido del ser humano, el sinsentido acecha la vida del mismo. Del útero tibio y acogedor se sale a un mundo que hostiliza y que lleva al llanto. A pesar de la irrefrenable ansia de vivir, la muerte golpea la puerta. A pesar del querer una vida llena de grandes proezas y momentos, muchas veces la rutina es la soberana de una existencia que se soporta. Se sobrevive.   

                    ¿Muy pesimista? La verdad es que no es mi intención regalarles tan indeseable sentir. Sin embargo, todas y todos los que me están leyendo concuerdan en el hecho insoslayable que, junto al deseo de una vida cargada de un itinerario de sentido en lo personal y comunitario, también acecha y se manifiesta, como una revelación antagónica, el mal en su implacabilidad.                 

                    Y es claro que la pregunta surge sin anestesia ni perfume: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no aparece? ¿Por qué permite que niñas y niños mueran, que mi madre tenga cáncer o que mi vecino muera de forma violenta?                 

                    Respuestas sobran, y creo que van de la mano de la desesperación del ser humano, puesto que la necesidad de darle razón y sentido a la tragedia del mal es imperiosa. Sin embargo, el golpe frontal es implacable, como liberado de misericordia y sólo cargado de lo descarnado. Y la mirada se sitúa, bajo la sensación mareante del golpe recibido, en la búsqueda de ese Dios que pueda dar, al menos, una explicación satisfactoria ante tanto mal circundante y lacerante.                

                    Me uno, en este punto, a las reflexiones de Adolphe Gesché, preclaro teólogo belga, cuando advierte que muchas veces, por tratar de buscar la defensa o entablar el ataque contra Dios, se nos olvida varias cosas. No me detendré en todas, pero una es la que realmente interesa: Al tratar de atacar/defender a Dios ante la presencia del sinsentido del mal, nos olvidamos del otro/otra. Mientras las discusiones tratan de colocar a Dios en el plano de la proyección humana o de defenderlo, mientras aparecen argumentos en favor o en contra de su existencia, cuando abundan las explicaciones en torno a su relación con el mal; mientras todo eso se vuelve una bolsa de gatos, el grito de los oprimidos llega a los oídos del Dios vivo, quien no necesita ni defensas ni nada por el estilo.                 

                    Es en el clamor del pobre en donde debemos situar la presencia de Dios, en cuanto creado a su imagen y semejanza. El Dios de Jesús está en radical comunión y configuración con quienes tiene hambre y sed, con quienes viven la represión y el dolor de ser pisoteados. Desde ese punto radical, desde la presencia y existencia histórica de las y los crucificados de la historia, es donde es preciso buscar el lugar de Dios.                 

                    Un itinerario[1] que el teólogo belga propone va de la mano con este reencuentro de Dios con el mal, si es que le puede llamar así. No es lo mismo una divinidad ex machina, indiferente y satisfecha de su creación, que además gira sobre sí misma (Aristóteles). El Dios unitrino no es el que lanza la piedra y esconde la mano, el que golpea la pelota y la deja rodar, sola. Dios también es parte de la historia, interviene en ella, dialoga y se apasiona por el ser humano. Vamos de a poco: 

  • Un primer movimiento es hacer partícipe a Dios del problema del mal. No es sólo un campo reflexivo propio de la filosofía, sino que también el Dios de Jesús de Nazaret tiene algo que decir, tiene algo que realizar. Tiene una palabra, un gesto, una entrega que realizar. Es necesario ponerlo dentro de nuestras interrogaciones en torno al mal y no rechazarlo, bajo una supuesta objetividad. Es bueno recordar que el mal toca esa apertura interior del ser humano que le permite entrar en la comunicación con el Misterio y acceder a él; por ende, ese Misterio debe tener algo que expresarse ante el Antimisterio (Mysterium iniquitatis, en otras palabras).
  • Un segundo movimiento, en donde el ser humano es capaz de incluir a Dios en la interrogación; tiene un parecido al momento anterior, pero su diferencia estriba en que se pide una respuesta, se dirige una palabra interrogativa, interpela, grita, lleva un clamor directo hacia Aquél. No es sólo que Dios esté al lado del ser humano: también se pone frente a él, es capaz de ponerse a la escucha. Dios no se ofende al recibir la protesta humana, el clamor humano, pues es el derecho de todo hombre y mujer levantar la voz, incluso bajo el roce de la blasfemia.
  •  Es en ese camino en donde se descubre algo potente, insólito para quienes han sido formados en las imágenes de una divinidad omnipotente, sentada en alguna especie de trono y alejado a una distancia razonable (?) de nuestra existencia. No: Dios está al lado nuestro, Dios es el primer interesado, el primer con-movido en cierto modo, ante la tragedia del mal. El Dios de Jesús es una manera paradigmática de entender esto, pues sólo experimentando el mal en su carne, el sinsentido, puede ser salvador, sólo así puede liberar. Es la paradoja profunda del Dios Crucificado, que sólo así puede resucitar y traer la vida nueva a los que sufren.

                         Resumiendo: el lugar del Dios vivo es la pasión con quienes son aplastados. El sufre con ellos, y sufre el doble, pues siente el dolor de quienes son excluidos y siente, por decirlo así, el propio dolor de la conmoción ante las injusticias y tragedias que su propia imagen encarnada (imago Dei) sufre en el día a día. Dios mismo es quien está hambriento, quien es discriminado, abusado, asesinado… Vive bajo los golpes del absurdo del mal y su «resistencia» es la pregunta ante el vacío, es el grito desde la cruz que ha sacado de la comodidad (y de quicio, también) a tantas y tantos expertos en teodicea: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). 

                         Las intuiciones que este Misterio-compañero provoca son los que también han hecho carne y palabra en las diversas teologías de la liberación, incluso yendo más allá. Sólo un Dios que libera, que interviene y que ama a los pobres puede salvarnos. Y puede todo ello porque Dios mismo camina con/como pobre, desvalido, abusado. Porque Dios mismo se duele, se espanta ante un mundo que ha salido de sus manos y le ha dado su sello, su impronta, como la misma libertad de la cual es por sí mismo; pero que ha caído en la disgregación, la falta de fraternidad/sororidad, en la explotación entre seres humanos y a sí mismo. El Dios de entrañas removidas (en hebreo rahamin, que designa la misericordia) no se mira al ombligo. Responde al misterio de la iniquidad con el misterio del amor desbordado, erótico, comprometido con todos nosotros. 

                         En este amor kenótico es donde se manifiesta el ser-Dios, su solidaridad radical y su opción por quienes han sido colocados al margen de la vida y la historia. Significativo es, pues, lo que señala Pedro Pablo Achondo: «Dios quiere la vida, la vida buena, la vida feliz de sus hijos e hijas. De ahí que todo le afecte, especialmente aquello que nos daña, aquello que nos hace mal. Dios se deja afectar por el sufrimiento»[2]. No es el Dios impasible que por siglos se ha intentado defender, sino el Dios-Amor que se ensucia las manos por salvar, por regalar su existencia para hacerla pro-existencia. El poder del Dios de Jesús se ejerce como amor apasionado, no como rex mundano y elevado, indiferente, en su trono glorificado. En ese sentido, «El poder de Dios viene dado por su capacidad ilimitada de acercarse al que sufre, en su ser compasivo y lleno de misericordia; en su ser donado por amor»[3]. Este poder del Dios de Jesús se expresa en un amor extremo, hasta las hondas entrañas del sufrimiento humano[4]. Sin ir más lejos, «el poder de Dios es su deseo de dar vida y de darla totalmente. En definitiva, su amor kenótico»[5]. 

                         Sin duda, Dios «toma partido» por la causa del ser humano que sufre el sinsentido del mal. Sobre todo, está al lado de quienes sufren el mal provocado, es decir, al lado de las víctimas. Con ellas es abusado, con ellas es asesinado y desaparecido, mal pagado y explotado. Es por ello que, con la veneración que un exponente del canto social como Atahualpa Yupanqui merece, podemos responder aquel verso lleno de dolor resignado: «¿Que Dios vela por los pobres? / Tal vez sí, y tal vez no / Pero es seguro que almuerza / En la mesa del patrón»[6]. Dios sí vela por las y los pobres, y realmente dudo de que coma en la mesa del patrón, pues éste ya tiene a sus ídolos a quien rendir culto: el dinero, el poder, la gloria.                 


[1]              Cf. Gesché, A., El Mal, Sígueme, Salamanca 2002, 20-44   

[2]              P. P. Achondo, Desde el abismo clamo a ti, Señor, San Pablo, Santiago de Chile 2017, 76   

[3]              P. P. Achondo, Desde el…, 77   

[4]              Cf. Ibid.   

[5]              Ibid.   

[6]              Del disco Basta Ya, edición de Le Chant du Monde (2006); track nº 1.    



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