Si existe algo que puede llevarse el título del “invento más fundamental de la historia”, no dudaría ni por un minuto en tomar el lápiz y votar por la bicicleta. Sí, la bicicleta, no la rueda, no el fuego, no la internet o la máquina a vapor.
Bueno, exagero un poquito, aunque todos los que me conocen o me han conocido lo han hecho viéndome montar algún noble corcel de aluminio, llamado por la lengua castellana “bicicleta”.
Desde que tengo razón de ser que tenía contacto con las bicis. Empecé ese camino arriba de la parrilla de la mini Cic de mi viejo, la cual, tiempo después se transformó en mi primer caballo de dos ruedas. De un tamaño mayor a las que se conocen, fue testigo de mis viajes y de mis juegos de infancia, convertida muchas veces en un camión, fruto de mi imaginación, que convertía la calle de mi casa en la noble carretera de una sociedad donde las bicicletas dominaban el transporte. Terminó arrumbada en un rincón del taller, y pucha que me arrepiento el que se haya perdido devorada por el implacable óxido.
Después llegó una bicicross, fiel hasta que los fierros no resistieron mi sobrepeso. Más adelante apareció la primer mountain bike, un logro a base de un trabajo familiar. Significó, después de mucho tiempo, encontrarme con la bicicleta. Fue en ella donde viví los primeros tiempos de una de mis grandes decisiones: usar la bicicleta no como mera recreación de fines de semana, durante dos horas semanales, sino como un medio de transporte digno, que nada tenía que envidiar a los compadres que andaban en sus autos último modelos, o a los universitarios que hacían gala de sus autos utilitarios. Todos eran la misma cosa: un gasto innecesario y un aporte a la contaminación, al taco, al estrés.
Con esa bici logré grandes cometidos, llegué a los lugares más insólitos en épicos viajes, ahorré cantidades de dinero… Además de vivir unas panas formidables, terribles, como también fueron terribles las sacadas de ñoña que, en más de una vez hizo volcar mi humanidad a la acera, a la vereda u otro lugar de dura consistencia.
Terminó cambiada en trueque por otra, una bici de gran tamaño, pesada pero que, con fuerza en las piernas, lograba tremendas velocidades. Llegaba a cada lugar en menos de media hora, no importaba si quedaba en Hualpén, Talcahuano, San Pedro o era un paseo a la Universidad de Concepción. Desapareció un día, en manos de algún gaznápiro, durante la misa crismal del miércoles santo de 2015. Descansa en paz, “Negra Ácida”, estés donde estés.
Después llegó la de repuesto, que usé hasta el año pasado, cuando una nueva vida laboral y familiar me llevó con Anita a Santiago. Vendida, dio paso a la actual, bautizada como “Soyú”, versión acortada de “Soyuz”, nombre de los cohetes rusos que transportan satélites hacia el espacio, y víveres y personal a la base espacial internacional, y antes con la legendaria estación Mir. Ligera, de rueda delgada y rapidez probada, viaja con personalidad y nobleza por las calles de la ciudad. Igual me dejó botado cerca de metro Toesca, pero son gajes del oficio (como las dos horas de caminata antes de llegar a la casita, donde Anita y una tarta esperaban, como consolación de tan lamentable falla ciclística).
¿A qué voy con tanto orgullo cicletero?
Tomar la bicicleta es unirse en el viento de la tarde, bajo la risa y la jovialidad del niño, del rebelde que cree que un auto lleno de “estilo” y de derivados del petróleo de difícil degradación no es para tomarse en serio. Es ser parte de un compromiso con el cuidado y la salvación de lo natural, de lo bello de una vida con aire prístino, vivida con la paz de quien se aquieta, del que goza lo lento. Y de quien, a su vez, juega.
[1] Álves, R., La Teología como Juego, artículo electrónico, http://tallerteologia.blogspot.com/2011/06/la-teologia-como-juego-rubem-alves.html