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Vanidades

Advierto desde un principio: a quien le quede perfecto el sombrero que voy a tejer, que se lo ponga bien puesto. No pretendo ser muy suave y, la verdad de las cosas, es algo que me ha atragantado desde hace bastante tiempo. Así que ya ha quedado advertido. Nada de enojarse después.


Algo que me ha dado vueltas en la cabeza es la vida académica. Es un verdadero universo aparte, para bien o para mal. Aunque lo que mostraré acá son males que me han hecho, en muchas ocasiones, cuestionarme mi lugar de “intelectual”, palabra que más habla de una casta que de un grupo de servicio al mundo, al ser humano y a la Iglesia.


Me patean los aires de superioridad de muchos doctos seres vivos de universidades, centros de investigación, organizaciones y demases . Me golpean en el estómago y me revuelven el estómago, más aún cuando vienen de sitios en donde debiese primar las palabras del Nazareno, que no vino a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20, 28). Su labor es más un canto al ego, a la superioridad mental e intelectual, un culto al gnosticismo lo que gana espacio en varios lugares de la academia. Es un conglomerado de palmoteadores de espalda, de vanos “líderes de opinión”, que en cada oportunidad lanzan al aire sus conceptos rebuscados, sus abstracciones sustanciosas y llenas de embelecos, como malabarismos de un circo exclusivo, para gustos refinados.            


Tales doctos varones y hembras no sólo se conforman con conservar sus sitiales olímpicos, sino que se encargan de hacer sentir a los demás como la más baja expresión del pensamiento. En base a humillaciones, iras, competencia, murmuraciones y zancadillas inter pares hacen de la vida intelectual no un ejercicio de la vida, un espacio de sabiduría, reconocimiento y diálogo fecundo con la realidad total que le circunda, sino la competencia más airada de una banda de sectarios.            


Para qué decir el trato a quienes han entrado al mundo del saber, a los jóvenes que desean investigar, saber, en especial en un campo tan difícil en una sociedad utilitarista como son las Humanidades. Además de comerse las críticas de quienes consideran inútiles los saberes de esta área, deben además aguantar las malas caras, las burlas, los comentarios de quienes, supuestamente, están para formar, creando sentimientos de inferioridad, poniéndose en lo alto del Sinaí, cuales divinas criaturas brillando por su cercanía a las fuentes de la sabiduría, impidiendo que alguien siquiera les toque la punta de los pelos.           


 «Mal oficio éste que Dios encomendó a los humanos para que en él se ocuparan» (Qo 1, 13) es el lamento del Qohélet[1] al hablar acerca de la vida intelectual, del que busca con sabiduría. Sus palabras son tremendamente importantes, pues para quien está en las patas de los caballos en materia intelectual la vida en ese sentido es complicada, más aún si lo que se busca es el servicio interesado, el entregar sabiduría con el gozo de ver a los demás, el dejar que los discípulos puedan aportar y dar frescura a estructuras intelectuales que, muchas veces, se yerguen como monolitos aparentemente imbatibles e indestructibles que deben ser reformados o, derechamente, lanzados al suelo; en fin es una labor difícil que implica acercar más que separar, involucrarse con la vida diaria más que formar camarillas o sectas llenas de vanagloria, educar y entregar más que negar el saber y humillar la falta de ése. 


Y esto va para todas las ciencias, en especial en donde me he encontrado personalmente con ese mundo: historia, filosofía, teología. Es una pena grande que doctoras y doctores se esfuercen más en llenar cientos de hojas con abstracciones y glorias, con rebuscamientos inútiles, en reprobar a destajo a sus estudiantes, antes que en motivar, apasionar, amar las humanidades. He visto chicas y chicos entusiastas con entrar en carreras humanistas, con afán de vocación al servicio y al amor a las letras y al diálogo fecundo, con ganas de aprender y colaborar en lo intelectual. Pero que, al poco tiempo, están decepcionados, tristes, dispuesto a abandonar el barco, porque tal o cual profesor simplemente apagaba la flama de vigor y entusiasmo. Y, ante eso, dos posibilidades: salir de ahí o unirse, adoptando todos los defectos terribles del mundillo tal.

 

Reconozco, no obstante, la labor de otros que, silenciosos y a contracorriente, han dedicado su labor con humildad, sencillez, alegría plena, con ganas de saber y de enseñar, que realmente tienen su ser lleno de pasión por lo suyo y –re importante- contagian ese calor apasionado, ese entusiasmo, a otros. Hacen del saber algo para saborear (sapientia se relaciona con sabiduría, pero también con el sabor, sapere), para disfrutar a concho.

 

Los demás exudan amargura, egolatría, envidia rebosante. El académico de esas costumbres construyen sus propios monumentos con pies de barro, intentan levantar una Babel de autorreferencia. A ellos va una advertencia, previa puesta de sombrero, advertida con anterioridad: cambien sus maneras de ver, de entregar conocimiento, abran espacios y asuman la humildad de un oficio que también involucra los errores como parte de la malla. Las estatuas de pies de barro caen con facilidad, Babel nunca se terminó… ¿No se puede ser más claro con los motivos de tales derrumbes?


 Porque toda ese ego académico, todas las consecuencias de ello, todo el sectarismo propio de los dioses del Olimpo, que elimina los sueños iniciales por pesadillas, que destruye vocaciones, que genera profundas y permanentes decepciones no son más que manifestaciones de superioridad que se refugian en la vanidad intelectual, en la idolatría a sí mismos, en el autobombo de ser parte de la casta perfecta.


Pero todo es vanidad de vanidades (cf. Qo 1, 2). Vanidad en hebreo es hebel, que significa algo que se desvanece, como la niebla o el vapor. Niebla. Vapor. Eso hacen, eso piensan. Eso son.   


[1]          En hebreo sería el Maestro o el Predicador; más literalmente, el Hombre de la Asamblea.

   

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