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Autoestima

            Hoy fui compelido por una pregunta que, al parecer, no es tan difícil de contestar, dadas las circunstancias actuales que la Iglesia hoy vive. «¿Cómo creen que tenemos el autoestima los católicos?» fue la duda que se escuchó no sólo en mis oídos, sino que en los sistemas auditivos de muchas personas que estaban al tanto del cuestionamiento.

Claro, en ese dejo de humildad ante tanta catástrofe, varios dieron la respuesta que muchos esperaban oír: el autoestima estaba baja, por los suelos, estaba trapeando el piso de nuestras existencias. Como dije, quizá usted, buena lectora o buen lector, también dejó pasar por sus neuronas la misma constatación de hechos. Y no lo hizo de mala fe, sin duda, pero…

Después de una bella y nutritiva conversación con mi señora, creo que la respuesta no es tan fácil como se cree. Es más, estamos en un sentido de humillación tan severo que no atinamos otros conceptos que aquellos que describen el más terrible estado de ánimo. Pero, seguramente, puede que sea algún mecanismo de autodefensa ante las seguridades reinantes aún en el corazón de los cristianos católicos (y también de otras confesiones cristianas), y la cosa esté más bien en sentido contrario: aún tenemos el autoestima demasiado alto.

Sí, tal como leyó arriba y lo volveré a anotar, para mayor claridad: estamos con el autoestima altísimo, por las nubes, no tenemos razones (aparentemente) para la conversión de corazones y estructuras. Podemos seguir nuestra vida en tranquilidad, nuestras conciencias podrán estar tranquilas ante los horrores ya sabidos, o negando y asumiendo posturas defensivas, o cubriendo nuestras ínfulas de grandeza con un buen estuco de falsa humillación.

Esto no es una ofensa para nadie, tampoco es una constatación de la totalidad de pueblo de Dios. Sé que hay auténticos cristianos que realmente manifiestan vergüenza… pero otros quieren taparse la cara a punta de humildades y falsas modestias, con razones desde un miedo a perder los privilegios y la grandeza de la «religión cristiana», hasta las más profundas que emanan del inconsciente, las cuales no quiero establecer, en parte por desconocer el tema y en parte por las sorpresas que pudieran aparecer.

La parábola del Buen Samaritano ayuda un poco a desenmascararnos. No estaría mal ponernos a las alturas del legista que preguntó y probó al Rabbí. Veamos unos puntos que, espero, se puedan trabajar con más detalle más adelante:

  • El legista, después de consultar por el mandamiento más importante («Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo», Lc 10, 27), quería justificarse (cf.  Lc 10, 29). Es decir, las dudas estaban en apariencia, pero más que nada quería saber quién era el famoso prójimo anteriormente nombrado. ¿Algún conocido?¿Alguno de los suyos? Puede pasar de un salto al hoy, y sonaría hasta algo cínica de boca de un creyente: ¿Será alguno de los míos, de mi grupo, de mi comunidad?
  • El resto de la parábola propuesta por Jesús es conocida por todos. Pasó el sacerdote y el levita (Lc 10, 31-32), símbolos de una seguridad sin límites, pues eran parte del pueblo escogido. Más aún, eran parte del selecto grupo de dignatarios religiosos que no podían mezclarse con la plebe, con los ignorantes, que no tenían ninguna intención de demostrar piedad y actuar con el desvalido hombre asaltado. Son más importante las apariencias, mantener las manos limpias de tierra y sangre. ¿Cuántos de nosotros hemos actuado de esta manera, sobre todo cuando quienes “asaltan y despojan”, dejando media muerta a la víctima, son nuestros propios hermanos o, más aún, los pastores de nuestras comunidades? Miramos de lado, haciéndonos las «víctimas», ignorando y ocultándonos en los trapos de la autoindulgencia, sin hacer nada por quienes claman justicia, amor, paz ante tanto dolor.
  • Tuvo que transitar el infiel, el rechazado, el hereje samaritano (Jn 10, 33-35), para ser lo que el miembro de la «verdadera religión» no realizo: ver en él a alguien digno de ser cuidado, de ser salvado, de ser amado. El odio natural (o la indiferencia) no nació. Lo que nació fue el ponerse en el lugar de doliente, sin caer en lamentaciones justificantes. Lo curó, lo vendó, lo llevó a la posada y sus denarios (eran dos) y el posadero fueron testigos calificados de que cualquier supuesta baja autoestima debe transformarse en estima-para-el-otro.

Las justificaciones espurias y los desánimos autocomplacientes no son un camino para quien se precie de llamarse seguidor del Nazareno. Él mismo nos consulta, ante nuestra alta autoestima arropada de “bajón”: «¿Quién de estos tres te pareció que fue prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (Jn 10, 36). «El que practicó la misericordia con él» respondió el legista, sin duda que cazado ante tan insólita historia. Así de atrapados debemos sentirnos, pues el Evangelio nos interpela hoy, cuando en vez de caras tristes estamos llamados a tomar la iniciativa, a ser el prójimo de tantos que sufren, en vez de tanta lamentación. ¿O acaso no han observado que existen tantos «samaritanos», personas que, en muchos casos, son llamadas herejes, enemigos de la santa Iglesia, asesinos de la fe, sólo por vendar, por curar y dejar en la posada a tantas y tantos abusados, atropellados, aplastados por el poder y las seguridades?

La llamada de Jesús, el broche de oro, es el llamado para hoy, para levantarse y sacarse las seguridades ocultas en altísimas “bajas autoestimas”: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).

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